jueves, 15 de diciembre de 2011

Estación de La Mina Pueblo, la Mina Abajo. (Por Martín Gálvez)

Estación de Tren - La Mina Pueblo, por Martín Gálvez (Serie 'El principio del Fin')

A Joss Mann y sus padres


La Estación de Nerva olía, como siempre, a humedad. Llevaba una gorra que parecía una bellota y que además me separaba aún más las orejas, (así ¿cómo las voy a tener ahora?). Camisa blanca, - y más blanco era imposible porque estaba lavada con “Omo”, ese detergente que vino después del jabón lagarto-, con una corbatita a rayas con un elástico que se ajustaba al cuello, o mejor dicho me ahogaba si no fuera por ese último botón que me servía de escudo. Encima de la camisa, un ligero jerséis, finito, de color crudo, -ese que llaman ahora blanco roto-, y que sería de adorno porque lo que de verdad me abrigaba era un monstruo de abrigo que pesaba un quintal. Los pantalones seguían siendo odiosamente cortos y anchos, cabía otro más como yo, con unos calcetines cortos que, afortunadamente, ya no tenían encajes y no parecían de niña,- con lo que me avergonzaba llevarlos y mi madre se empeñaba de vez en cuando a que me los pusiese porque decía que eran muy bonitos, y yo los odiaba casi tanto como a mis pantalones cortos-. Mi atuendo se completaba con unos relucientes zapatos de charol, preciosos sí, pero que apretujaban los dedos del pié como si la intención fuera hacerlos aún mas pequeñitos.

Nada tenía que importar, dejé la mano de mi madre y salí corriendo. La estancia casi en penumbra; al fondo, una maquina hacía maniobras. “¿Llegaríamos tarde?”, me preguntaba. Observé la escena detalladamente: al lado derecho, unos bancos servían de descanso a algunas personas que miraban a la nada; en el lado izquierdo toda una pared de madera pintada con faro verde hacía tiempo y éste cedía cáscaras al suelo de vez en cuando… y muchos cristales, decían que eran ahumados, yo creo que no los limpiaban desde las guerras Carlistas. Y por fin, la ventanilla. Ese día no estaba “El Asaura” que en esos días había cogido un gripazo de los de aúpa. “El Asaura” era un personaje muy peculiar; para decirte lo típico en una ventanilla, “¿Qué desea?”, tenía por costumbre soltar el monosílabo: “Eeeeeeh”, y cada uno tenía que adivinar qué quería decir con aquella palabra en clave; otras veces decía de manera muy borde: “¿Qué quiere?” “Pues un chocolate con “geringos”, ¿no te joroba? ¿Qué iba a querer?”- pensaba yo,… Me cogí a la pequeña madera que servía de mostrador, y me aupé con los pies de puntillas, casi ni rozaban el suelo, y menos mal porque los zapatos no se doblaban nunca como si estuvieran reforzados con acero. Entonces, de pronto solté: “Papá, danos unos billetes para el tren”.

Mi padre se rió. Salió rápido por una puerta lateral para saludarnos y darnos unos cuantos besos a mi madre, mi hermana y a mí; era muy besucón, como yo lo soy ahora. Mi madre iba guapísima con un vestido estampado, con velo y un cinturón; el pelo lo tenía recogido en un doble moño y llevaba unos zapatos de taconcitos bajos para no dejar en ridículo a mi padre que era de su misma altura. En aquel momento me preguntaba por qué no estará así mi madre todos los días, como si para hacer la colada en una “panera” grande y restregar la ropa en un “refregrador” fuese compatible con estar “vestida de Domingo”. Acaso sólo se había dado dos tiznajos en los ojos y se había pintado levemente sus labios y ¡qué guapa estaba! Eso sí, más pendiente de la revoltosa de mi hermana que de mi padre, que le hablaba sin parar.

Mi padre se puso la gorra, cogió la bandera y gritó “¡Viajeros al tren!”. Subió con nosotros para acomodarnos, -es un decir-, en los asientos de madera, cambió el respaldo de posición para estar los tres juntitos y no se nos metiese la carbonilla en los ojos, nos dio otro beso de despedida y nada más salir dio la orden. El tren se puso en marcha; la máquina había dejado seco el tanque del agua, se la había bebido casi todo, y ahora empezaba a expulsarlo con desesperación en forma de vapor. Con la ventanilla bajada, vi entre el humo como mi padre y la estación quedaban atrás; quedaban atrás los extintores en forma de conos, el huerto recién sembrado y una bandada de gorriones que salieron en estampida cuando sonó el silbato de la locomotora a modo de despedida.

Próxima parada, la Estación del Medio. Qué me gustaba,…Trenes por todos lados: vagones M llenos de mineral que iniciaban su periplo hasta el muelle de Riotinto en Huelva y otros que volvían ya vacíos. Paramos poco. Hasta ahí conocía todo el trayecto: pasamos por el Puente Carretera, después por el Puente de San Roque y, por fin, la estación de la Mina Pueblo o la Mina Abajo, como les llamaban los de allí. De pronto se hizo oscuro y todo el vapor entró por las ventanas. En todo el trayecto, no había parado de ir de un vagón a otro hasta que el revisor, mientras picaba los billetes de la gente enlutada, me dijo: “Felix, -me llamó por el nombre de mi padre-, ¿qué has comido hoy?”, lo miré serio, no lo entendí. Mientras la máquina hacía sus maniobras, analicé cada rincón de aquella estación. Me pareció impresionante, había gente por todas partes y era cubierta, mi primera estación de ferrocarril cubierta. No tardamos en salir de allí rumbo al Valle, que era preciosa, clara, con unas escaleras que se me antojaban enormes. Visitamos familiares y a mi tío Currito, siempre agradable, y estaba detrás de la barra del bar del Alto la Mesa.

Sin embargo, desde aquel día, en la retina de aquel niño inquieto de orejas soplillo y odiosos pantalones cortos permanecería para siempre la imagen de la estación de la Mina Abajo. De hecho, veinte años después, cuando todo en la Cuenca había cambiado, me decidí hacer una serie de cuadros, plumillas, fotografías y diapositivas sobre los restos de lo que quedaba del Imperio del Cobre: ‘El principio del fin’. Uno de los primeros bocetos que realicé sería precisamente el de una plumilla de la Estación de la Mina Pueblo, la Mina Abajo, o lo que quedaba de ella: un armazón de maderas con tirantas de acero; si en aquella primera visita con mi madre y mi hermana me impresionó, más conmovido quedé al ver al desnudo su esqueleto.

Martín Gálvez

2 comentarios:

Martín Gálvez dijo...

LA ESTACIÓN DE LA MINA DE ABAJO DESPUÉS DE LOS AÑOS, AQUELLA ESTACIÓN TAN LLENA DE VIDA SE HABÍA CONVERTIDO EN SIMBOLO DE LA DESOLACIÓN, DABA MIEDO, NINGUNA LOCOMOTORA HACIENDO MANIOBRAS, NADIE QUE TOCASE EL SILBATO, NADIE QUE LLAMARA "PASAJEROS AL TREN", SOLO SOMBRAS, TODO SOMBRAS Y NADA MAS QUE UNOS COLGAJOS FANTASMALES QUE SE MOVÍAN AL SON DE LA DANZA DEL VIENTO, PARECÍAN TENER VIDA. MAS DE UNA VEZ UN ESCALOFRÍO RECORRIÓ MI ESPALDA, EN ESE CASO DEJABA LA PIEDRA DONDE ME SENTABA PARA DIBUJAR Y ME ADENTRABA EN LA ESTRUCTURA Y PARECÍA VER EL TRASIEGO DE LA GENTE CON SUS INSEPARABLES MALETAS DE MADERA,CANASTOS Y CESTOS DE MIMBRE... LAS CONVERSACIONES DEL FACTOR CON EL REVISOR Y LOS VAGONES CONTONEÁNDOSE AL SON QUE MARCABAN LAS JUNTAS DE LOS RAILES. LUEGO VUELTA A LA PIEDRA QUE ME AGUARDABA PARA SEGUIR OBSERVANDO COMO DIBUJABA

Juan Leante dijo...

Delicioso relato el tuyo. Yo también veo a esos fantasmas del pasado cada vez que estoy entre los restos de los muros que habitaron.
Puedo imaginar el desgarro que sentías cada vez que te sentabas en la piedra y observabas esa desolación que te transportaba a la infancia.
Tu dibujo, además de precioso, habla por sí solo.
Saludos cordiales.