miércoles, 29 de julio de 2009

Mi tren (por Juan Carlos León Brázquez)

Las vagonetas cargadas de mineral asomaban como un largo gusano anillado con final en una cabeza humeante. Un caballo de hierro del viejo oeste americano arrastrando una interminable fila de vagones ennegrecidos y abrumados por el peso de las entrañas de una tierra a la que durante siglos y siglos, milenios, se ha escarbado arañando las vetas de sangre que la mantenían viva. Allí estaba yo, con el traqueteo incrustado en todo mi cuerpo. Ni gimnasia ni magnesia, un tren me masajeaba con desprecio infinito una anatomía endeble que luchaba por formarse.
Primitivas cocheras Naya. Fueron las primeras que se construyeron con el Fc de Riotinto, ubicadas junto al desaparecido pedanía de La Naya.

Era mi destino, por aquellos años a finales de la década de los sesenta no había muchas alternativas para viajar por estrechas y mal cuidadas carreteras. A los inspectores de escuela y de sanidad les sonaba a maldición divina tener que ir desde Huelva a la Sierra, lo más que no les molestaba era llegar a la Cuenca Minera, del río Tinto como me gusta llamarla y como creo debería llamarse. En fin, que si ellos soportaban tamaños destinos, porqué un jovencito como yo no iba a soportar las cuatro y hasta cinco horas que duraba aquel trayecto. Lo que hoy casi nos parece que está a tiro de piedra, por aquellos años era como un viaje al Cáucaso. El caso es que había comenzado mis estudios en Huelva y el viaje se afrontaba como una aventura incómoda absolutamente necesaria. Tenía tres alternativas; que me llevara mi padre, que no siempre podía; o la camioneta –a la que hoy llamamos autobús- pero con unos horarios incompatibles con mi destino, o el tren minero que llevaba el rastro de tanto sudor e ilusiones hasta el imponente muelle metálico de la costa en donde cada día se despedía para siempre un trocito de nuestra tierra.

Molino de Berrocal. Pese a que ya no se usa como tal, es éste el único habitado actualmente, muy cerca de la Estación del Berrocal en la margen izquierda del río. Foto: Paco Alcázar.

Me costaba, pero mi amigo y compañero Benavente me convencía para que lo acompañara, ya que los dos salíamos juntos del Seminario y entrábamos juntos. El vivía en Naya y yo en Nerva, esta vez sí, a tiro de piedra. Y su padre era el maquinista, así que el viaje aunque ingrato era gratis. Palabra mágica en aquella época (y en esta) para que lo demás, especialmente tiempo e incomodidad no contasen. Mi destino estaba marcado, así que en la Estación de La Naya me encontraba con el gran señor de hierro, del que durante unas horas dependía mi vida. La primera vez creí y temí que teníamos que ir todo el recorrido en la máquina de cabeza, acompañando al padre de mi amigo, al fin y al cabo él era el general de aquel tren. La verdad no es que lo temiera, me hacía ilusión sentir que casi fuera yo el que llevara la máquina, ahí delante, como si me hubieran invitado a llevar un avión supersónico. La mente juvenil volaba con fuerza, pero no. Aquel largo gusano tuvo compasión y allí estaba un vagón para viajeros, casi como los de los viejos ferrocarriles del Oeste. Asientos de madera, duros y preparados para el masaje corporal que iba a recibir. Una vez pasada la experiencia soñada de estar en la cabeza de un tren, agradecí que también tuviera ese vagón que siempre compartíamos un número contadísimo de personas.
Estación de Las Cañas. Es la más encajonada en el valle del Tinto. Foto. Paco Alcázar

Y en Naya comenzaba mi pequeña aventura. El traqueteo, el humo, los olores y, sobre todo, la eterna lentitud. Serpenteando nuestro río de sangre, avanzando sobre largos puentes de piedra, despidiendo al paso estaciones casi abandonadas, algunas antiguas escuelas, casonas de molinos, evocando nombres como Los Frailes o El Berrocal, hasta bajar a Niebla que era como la llegada a la tierra civilizada, o al menos vislumbraba ya el final de un viaje interminable. A mí me importaba poco aquel mineral que daba de comer a mis paisanos mineros, a los gerifaltes dueños de las minas, a los banqueros y hasta a mi padre comerciante que indirectamente también vivía de lo que producía la tierra. Me importaba poco, lo que quería era llegar, perder ese tiempo infinito sin final, y aquel tren no era ningún AVE. ¡Qué digo AVE!

Estación de Gadea. Al fondo, el puente de la carretera que une Valverde del Camino con La Palma del Condado. Foto: Paco Alcázar

El pobre estaba obligado a ir parando cada poco y las viejas cisternas de agua lo aliviaban del agobio del trayecto. Como una mula tiraba de toneladas de una carga que los buques alejarían por mar. Aquel tren no podía sonreír ¿alguien sonríe cuando carga con todos los bártulos para ir a la playa? Y sin embargo había acercado infinidad de veces a las familias inglesas de Bella Vista hasta los arenales de la playa de Punta Umbría, en donde habían creado la primera colonia vacacional de España. Por aquel tren pasaban quienes llegaban o salían de Huelva, trabajadores, ingenieros, médicos de las minas. Un tren que venía tirando de la vida de la comarca desde 1876, el mismo camino una y otra vez, un ida y vuelta continuo, una Huelva vertebrada por su ferrocarril minero, de norte a sur o de sur a norte. Hoy olvidado, arrinconado y a merced de quienes destrozan el último rastro de su historia.

Estación de Huelva. Km.0 del Ferrocarril de Riotinto.








Pues imagínense aquel tren renqueante pero constante, en el que por unas horas depositaba mi destino. Jugábamos, reíamos y contábamos nuestras cosas de adolescentes. Dos estudiantes en medio de gente de La Compañía que también iban a la capital, o no, se quedaban en algunas de las muchas estaciones que jalonaban el recorrido. Para muchos de ellos esta vez sí, era su único medio de transporte. Cuando llegaba al Seminario había quien se metía con nosotros, nuestra ropa desprendía un olor especial a carbonilla y rápidamente tratábamos de ducharnos y cambiarnos, esperando al próximo tren, esta vez al de vuelta.

Juan Carlos León Brázquez, periodista

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